Premio Bar Torrero
DESAPARECIÓ EN 1989
La desaparición del Bar Torrero, después de casi ochenta años de servicio —fue fundado a principios de siglo por Antonio Soler Abad, «El Torrero», apodo que dio nombre al establecimiento—, no podía pasar desapercibida para quienes considerábamos este bar como superviviente de unos tiempos en los que Alcoy era, a pesar de su voluminosidad demográfica, un pueblo familiar, íntimo, plegado sobre sí mismo para conservar mejor sus esencias. La desaparición de El Torrero —acaecida en el mes de noviembre de 1989— podría muy bien constituir el final de una época que se significó por los profundos cambios económicos, sociales y políticos que se registraron en nuestra ciudad en el último medio siglo, señalando el comienzo de otra era para los alcoyanos, que caminamos a pasos acelerados hacia el siglo XXI.
Lorenzo Llorens Torres adquirió el bar a su fundador cuando la década de los años treinta acababa de comenzar, decenio preñado de inseguridad, precursor de profundas convulsiones y con pocas perspectivas de futuro. El Torrero mantuvo una vida lánguida hasta que la guerra civil puso un inevitable compás de espera al quedar socializado el local, viéndose obligados sus propietarios a dejar el negocio en otras manos. Finalizada la guerra y recuperada la propiedad por sus antiguos dueños, El Torrero iniciaría su andadura hacia los años más esplendorosos de su existencia, que fueron las décadas siguientes a los años cuarenta. El «señó» Llorens embarcó a la familia en el negocio desde el primer momento. Su mujer Remedros Agulló, en la cocina, con sus hijas Ángeles y Julia y años más tarde sus nueras Felisa y Finita; en la barra, con el padre, los hijos varones Alfredo y Lorenzo, que acabarían elevando el prestigio del bar con su categoría humana y profesional, fama que traspasó las fronteras naturales de estas comarcas.
TREINTA ANOS DE ESPLENDOR
A pesar de su curiosa distribución interior, con tres niveles distintos y la delirante geometrización de un espacio que no alcanzaba los cincuenta metros cuadrados útiles, donde «seller», entresuelo y planta baja constituían una exposición permanente de la arquitectura ¡menorista del Alcoy dieciochesco, El Torrero gustaba a quienes acudían por vez primera al local. Los visitantes apenas tenían tiempo para dar rienda suelta a su perplejidad porque la barra constituía la frontera natural donde había que detenerse y si el llegado era habitual de la casa recibía el saludo por su nombre, desde el mostrador. Cincuenta y tres años ha estado Alfredo detrás de la barra y casi tantos años Lorenzo, que nació en la misma casa, «y en todo este tiempo nunca hemos tenido un solo problema con cliente alguno», afirman, con orgullo. Alcoyanos de toda clase y condición, forasteros de viaje regular a nuestra ciudad e incluso extranjeros de buena prosapia, todos recalaron alguna vez en El Torrero para de inmediato convertirse en apologistas de sus tapas, la«sangueta», los callos, la «coraeta» y las albóndigas de «aladroc» o boquerón, únicas en su género, entre otras delicias de la cocina popular alcoyana, que solían regarse con café licor Torrero, de propia fabricación hasta el año 1983, cuando nuevas reglamentaciones acabaron con la producción artesana de licores. Alfredo y Lorenzo tienen su particular -filosofía empresarial respecto al éxito del bar después de la guerra: «La categoría de un negocio no la da el punto donde se encuentra, ni la decoración o la amplitud del local, la da el cliente que cruza su puerta». Quizás los dos hermanos lleven una buena parte de razón en el aserto porque El Torrero acogió entre sus muros gentes de buena condición, que se marcharon y volvieron otras veces, convirtiéndose en habituales de la casa. Ver, oír y callar era el lema de los dos hermanos, votos solemnes que jamás rompieron.
LA PEÑA TORRERO, MONTEPÍOS Y TERTULIAS
Fruto del clima de convivencia que propiciaba e! bar o quizás por el secular espíritu dialogante y desenfadado de los alcoyanos, pueblo asociacionista, corporativo y gremial por excelencia, mediada la década de los años sesenta, nacería una peña que, con el tiempo, llegó a patrocinar importantes actos culturales y literarios, destacando los reconocimientos públicos al poeta y dramaturgo alcoyano Gonzalo Cantó Vilaplana, nacido precisamente en la casa lindante con El Torrero. Un cuarto de siglo de vida activa tuvo la peña formada por un mosaico de alcoyanos de toda edad y condición, bienaventurados que cultivaban la amistad y rendían honores máximos al placer de la conversación, generalmente ante mesa y mantel. La popularísima peña casi fue una fila porque sus socios —llegó a censar cerca del centenar— pasaban montepío semanal, celebraban «dina» anual y no llegaron a constituirse en entidad festera propia porque la mayoría de sus miembros ya pertenecían a otras filaes. El Torrero llegó a tener tres montepíos semanales, el de su peña, otro formado por amigos del dueño y un tercero en el mostrador. Sus pequeñas estancias fueron testigos de una simpática iniciativa de los jugadores del Club Deportivo Alcoyano de los años primerdivisionistas, cuyos titulares invitaban cada quince días a los equipos que visitaban el Collao a una merienda en El Torrero, una vez finalizado el choque y olvidadas las rivalidades deportivas. De esta forma pasaron por el establecimiento de la calle Virgen de Agosto las plantillas completas del Real Madrid, Fútbol Club Barcelona, Atlético de Bilbao, Atlético Aviación y otros ilustres clubes del fútbol español, mientras la chiquillería se apostaba en la calle para ver de cerca a las míticas figuras del balompié nacional. El Torrero convivió con las cafeterías, los «pub» —horrorosa denominación— y las dos docenas de bares por kilómetro cuadrado que en Alcoy coexisten, pero no pudo luchar contra el progreso, moderno Mefistófeles que ofrece viviendas con ascensor, coche y apartamento en la playa a cambio del alma de sus propietarios, también llamados consumidores. Pero será recordado siempre como un bar con personalidad propia, un reducto singular que encerraba entre sus paredes una pequeña parte de las características de una ciudad que, con su desaparición, quedó resentida con la pérdida. El cierre definitivo del establecimiento público nos recuerda que hemos entrado, ya, en otra época.
F. Moltó Soler